Época: demo-soc XVIII
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
Población en el siglo XVIII

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Aunque se pueden señalar algunos matices diferenciales, el ciclo demográfico antiguo se caracterizaba, en líneas generales, por unas elevadas tasas de natalidad -en torno al 40 por 1.000; en 1990, la tasa de natalidad global de Europa fue del 13 por 1.000- y mortalidad -con tasas variables y de difícil medición, que se pueden cifrar entre el 25 y 38 por 1.000; tasa europea en 1990: 10 por 1.000-, periódica y bruscamente elevada esta última por la aparición de mortalidades catastróficas, con el resultado final de un crecimiento vegetativo débil y discontinuo (como es sabido, en demografía las tasas brutas relacionan número de acontecimientos producidos en un año en el seno de una población determinada y volumen de esta población).
La natalidad elevada se correspondía con una fecundidad -las tasas de fecundidad relacionan nacimientos y número de mujeres en edad fértil- también alta, pero no natural. Diversos factores, biológicos y sociales, la limitaban eficazmente.

En primer lugar, la natalidad se producía casi siempre en el seno de familias legítimamente constituidas -la natalidad ilegítima no solía superar, en conjunto, el 1 o 2 por 100 del total de nacimientos-, pero el matrimonio no era universal y, según el modelo establecido por J. Hajnal, la proporción de mujeres que permanecían solteras toda su vida (celibato definitivo) llegaba en ocasiones hasta el 15-20 por 100, aunque habitualmente fuera menor. Por otra parte, el acceso al matrimonio, aunque dependía del modelo familiar dominante, solía ser más bien tardío, con edades medias femeninas al contraer el primer matrimonio de 25-26 años (algo más bajas en los países del sur y el este de Europa). Es imposible calcular el final biológico del período de fertilidad, pero la edad media de la mujer al nacer el último hijo rara vez superaba los cuarenta años. El período fértil efectivo resultaba, pues, bastante más reducido que el biológico. A ello hay que añadir que, si bien frecuentemente el primer hijo venía al mundo pronto, los períodos intergenésicos -tiempo transcurrido entre dos nacimientos sucesivos- solían ser bastante amplios, con medias de dieciocho a veinticuatro meses, debido a la combinación de diversos factores: amenorrea (esterilidad temporal) posparto, prolongada por la lactancia materna -casi universal en el medio rural; no tanto en determinadas ciudades, en las que, por cierto, la fecundidad solía ser más elevada- y, en ocasiones, provocada por estados de subalimentación, abortos espontáneos, disminución natural de la fecundidad y la frecuencia del coito al avanzar la edad, sin olvidar la esterilidad posinfecciosa, más frecuente que en nuestros días. El resultado era un número medio de hijos nacidos en las familias completas -en las que ambos cónyuges viven durante todo el período de fertilidad femenina- no muy lejano a siete. Cifra que descendía hasta situarse en torno a cinco debido a la frecuencia de los matrimonios rotos por el fallecimiento de alguno de los cónyuges antes de concluir el período de fertilidad biológica -recordamos, por ejemplo, en este sentido la peligrosidad del parto-, por más que fuera éste un fenómeno en parte compensado por la frecuencia con que los viudos -los varones más que las mujeres- volvían a contraer matrimonio. La mortalidad infantil y juvenil acortaba aún más la cifra en términos reales, haciéndola sólo ligeramente superior a lo estrictamente necesario para asegurar la sustitución generacional.

La elevada mortalidad era motivada básicamente por la generalizada falta de higiene, pública y privada, que favorecía la transmisión de enfermedades infecciosas y por una medicina incapaz de plantear con eficacia la lucha contra la muerte en un contexto socio-económico en el que el muy desigual reparto de la riqueza hacía que no pocos individuos se encontraran al borde de la desnutrición permanente. Lugar destacado en la composición de las tasas brutas ocupaba la mortalidad infantil, con tasas del 200 por 1.000 y aun superiores -niños muertos antes de cumplir un año por cada 1.000 nacidos-, originada tanto por los problemas derivados del embarazo y el parto (mortalidad endógena), como por cuestiones de higiene, alimentación y enfermedades específicas (sarampión, tos ferina, viruela, diarreas estivales...; mortalidad exógena).

Periódicamente, además, hacían su aparición las mortalidades catastróficas, que en un corto espacio de tiempo -a veces, sólo unas semanas- podían anular el crecimiento acumulado incluso durante años. Tres eran las grandes causas de estas crisis de mortalidad. En primer lugar, las guerras, más por la destrucción y desarticulación de la vida económica que provocaban y por la extensión de enfermedades llevada a cabo por los ejércitos en marcha, que por los muertos en el campo de batalla. En segundo lugar, las crisis de subsistencias, originadas por los efectos de los caprichos climáticos en una agricultura de escaso desarrollo técnico y agravadas por la acción de los especuladores. Aunque quizá la muerte por hambre no fue frecuente, sí se acentuaban los efectos de la malnutrición, la vulnerabilidad frente a la infección y la propagación de contagios por la proliferación de mendigos, su acentuada movilidad geográfica y su concentración en hospitales y centros de acogida. Y, finalmente, las enfermedades epidémicas, destacando entre ellas la peste y el tifus, de las que apenas se conocía más que sus terribles efectos.

En estas condiciones, la esperanza de vida al nacer no iba mucho más allá de los treinta años -téngase en cuenta que en su cálculo ejerce un importante papel la mortalidad infantil- y aquellos hombres, forzosamente, se consideraban ancianos antes que en nuestros días.